Una de las escenas supuestamente memorables de la tercera edición del festival Lollapalooza en Chile ocurrió cuando Pearl Jam terminaba su presentación. En uno de los escenarios principales y ante más de 70 mil personas, salieron a escena Josh Homme, vocalista y guitarrista de Queens of the Stone Age, y Perry Farrell, quien cumple las mismas funciones en Jane's Addiction y es el productor del evento. La banda lanzó “Rockin' in the free world”, original de Neil Young, con ambos invitados acompañando en panderos y voces, mientras detrás del escenario detonaban fuegos artificiales.
Pocos aires libertarios, sin embargo, se pueden respirar en un festival cuyos escenarios lucen enormes logos de multinacionales como Claro y Coca Cola y donde buena parte del recinto es ocupado por stands de marcas de ropa, tecnología y otros servicios. Éstos, por lo demás, cuentan siempre con una buena cantidad de público dispuesto a entrar a una caja de zapatillas gigante o a cantar en el kakaroke del banco. Si el rock, o la música en general, son siempre una promesa de libertad, un terreno donde las reglas pueden invertirse, donde el orden del día a día puede torcerse, eso no ocurre en un Lollapalooza dominado por la corrección. Por el contrario, es un festival hiperprofesional donde todo parece funcionar a la perfección: los horarios se cumplen, las bandas suenan (casi todas) bien y el público nunca parece desbordarse. Por supuesto, eso es agradable en muchos sentidos, pero si el rock alguna vez maravilló fue por generar algo de riesgo y peligro. Acá, en cambio, el mayor atrevimiento de Pearl Jam, la banda que alguna vez se enfrentó al gigante Ticketmaster, es subir a un fan a guitarrear y proclamar que el vino chileno “es más rico que la chucha”. Por cierto que sea, no basta para un remezón.
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Musicalmente las cosas no difieren demasiado. Pearl Jam nunca destacó por la audacia de sus composiciones y The Black Keys, los otros cabezas de cartel, no van más allá del revisionismo guitarrero. Esto, más allá de que sean conciertos que funcionan de buena forma, como ocurrió también con The Hives, Queens of the Stone Age y los encantadores Alabama Shakes, por nombrar tres ejemplos. A propósito de estos últimos, cabe preguntarse por el perfil de los músicos que ocuparon los escenarios y horarios estelares: ¿cuántas mujeres tocaron ahí? ¿Cuántos afroamericanos se escucharon? ¿Hubo espacio para los latinos? Son preguntas que tienen que ver también con lo que se oye y bastaba pasar por otros escenarios y horarios para comprobarlo. Uno de los mejores shows fue el de Nas, sin mayor artificio que una batería, un DJ y sus rimas lanzadas con furia. Crystal Castles, a pesar del sonido, creó un estimulante espacio de confusión y hasta algo de caos. Bad Brains, pese a un repertorio cargado de nostalgia, desató a punta de guitarras veloces una revuelta entre el público, que esta vez se cubrió de polvo y no de cámaras y teléfonos registrando el momento. Menos perfección, más provocación.
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Entre algunos de los músicos chilenos que participaron de Lollapalooza había cierta incomodidad por las distinciones que se hicieron en dinero y trato con los invitados extranjeros. Más allá de eso, hay que preguntarse por el lugar que el festival entrega a los músicos locales. Los escenarios principales los acogen solo hasta las dos de la tarde, cuando el público todavía llega al Parque O'Higgins, y la mayoría son relegados a espacios que captan menos atención. Incluso una banda como Los Tres -sin importar su gris presente, su popularidad es indiscutible- se conformó con tocar más tarde en un escenario menor. El reclamo tiene sentido, además, luego que conciertos como los de Gepe y Banda Conmoción, ambos programados a primera hora, lograran un equilibrio entre convocatoria y el atrevimiento escénico, musical o discursivo que tanto se extraña en otros momentos. La incorporación de música chilena en un festival de la magnitud de Lollapalooza es un gesto positivo, pero para sacar aplausos tiene que parecer algo más que una demostración de buenas maneras.